En las noches de fiesta allá en el pueblo, la música de la orquesta siempre se mezclaba con las risas, los petardos. El golpear de las bolas de piedra y cinta de embalaje chocando contra los monigotes de plomo y madera de las barracas que venían a la plaza para amenizar el ambiente con una pequeña dosis de sana competición entre paisanos. Los chavales organizábamos las peñas en diferentes casas o paneras y añadíamos a la vida social de esos días otras barras, otras músicas y otros ambientes a los «oficiales contratados por el ayuntamiento. Pero había otro personaje que también venía esos días para dar otro poquito de color a las celebraciones. » El Almendrero» Con su maletón de madera traía esa pequeña porción de pecado benial admitido entre iguales. Ese maletón se convertía en una mesa con dos cajoneras a los lados donde guardaba las almendras, el camping luz y aquella lata pelada con su mágico dado compañero. Una bandeja central donde había seis naipes pegados en una tabla plastificada es donde transcurría la acción. El almendrero encendía su camping luz colocado sobre la mesa que atraía a niños y mayores como la luz a las polillas. A veces atraídos por el sabor de las almendras garrapiñadas que ponía en una badejita para deguste del personal. Al lado unos cucuruchos de cartón llenos de esas dulces maravillas que vendía barato. Pero sobre todo atraídos por el juego y la posibilidad de multiplicar las propinas o las pocas monedas que había en el cajón de los dineros de la peña.
Entonces, el Almendrero meneaba la lata pelada con su dado en el interior, lo hacía bailar y repiquetear y con un golpe de muñeca lo dejaba boca abajo con el dado en su interior y el numero ya elegido, pero invisible al personal. Cual gato de Schrödinger era a la vez todos los números o ninguno escondido en su cubil. Después cada uno apostaba a uno de los 6 números de la baraja, poniendo su dinero encima del naipe en cuestión, y tras un intenso tiempo prudencial, ya cubiertas la apuestas, el Almendrero soltaba calmado como quien solamente puede ganar, aquella frase que anunciaba el desenlace:
«ARRIBA QUE LEVANTO»
Entonces levantaba la lata y mostraba el dado maldito. Si el número que marcaba el dado era el mismo de la carta a la que habías encomendado tus monedas el almendrero te daba cinco veces esa cantidad… el resto lo recogía en un montoncito e iba al cajón de la mesa bien custodiado por los ojos vigilantes de aquel ser mitológico. Los menos se llenaban de satisfacción, los mas de decepción… pero el almendrero repartía premios y almendras, cogía de nuevo el dado y volvía a hacerlo resonar contra la lata. Una vez más la suerte estaba echada.
No, una noche en un casino de Las Vegas no podría ser más emocionante que los golpes de de suerte en la noches de fiesta de mi pueblo asomado el candil de la mesa del viejo Almendrero.